BOLÍVAR PARA ARMAR
Por Mariana Iglesias | Imágenes: Archivo
Bruselas, Barcelona, Banfield, Buenos Aires y Bolívar podrían ser simplemente la respuesta a un juego: “Sin repetir y sin soplar, ciudades que empiecen con B”. Sin embargo, además de eso, han sido, por más o menos tiempo, retazos de patria para el escritor Julio Florencio Cortázar.
En el caso de Bruselas, Barcelona y Banfield, son patria de infancia. La zona del juego, entre los colores vibrantes del Parque Güell donde el pequeño Cocó (así lo llamaba su familia) ya se encandilaba con las formas de animales fantásticos que Antonio Gaudí, padre del modernismo catalán, había diseñado para ese rincón surreal de la Barcelona de principios del siglo XX.
Cortázar nació en Ixelles, un barrio al sur de Bruselas, la capital de Bélgica (otra B), el 26 de agosto de 1914, a poco del inicio de la Primera Guerra Mundial, mientras su padre representaba a la Argentina en una misión comercial del gobierno.
Luego de un pequeño paso por Zúrich, la familia Cortázar - Julio José, María Herminia Descotte, Julio Florencio y María Mercedes (alias Memé)- se mudó a Barcelona hasta que, en 1918, al finalizar el conflicto, logró instalarse en Argentina. El lugar elegido fue Banfield, una localidad de la provincia de Buenos Aires distante a solo 15 kilòmetros de la ciudad de Buenos Aires, donde circulaba el ferrocarril del Sud, hoy Ferrocarril Julio Argentino Roca.
En 2026 se cumplirán 70 años de Final del Juego, un libro con el que Cortázar nos lleva de paseo a los jardines de Banfield, a través de cuentos como “Los venenos”. Quien lea esas páginas podrá oler el aroma de los patios bonaerenses de principios del siglo XX. Los trenes, los almacenes, las casas fantasmales, el pasto que crece al costado de las vías del tren, las hormigas y los animales fantásticos forman parte de ese universo que se cuela en los bordes de un conurbano tan inquietante como los cuentos que inspira.
Pero también la provincia de Buenos Aires es la patria del Cortázar poeta, lector y maestro. Es que, si seguimos las vías del ex Ferrocarril del Sur, a 350 kilòmetros de La Plata llegaremos a San Carlos de Bolívar, una ciudad cuyos orígenes se remontan a 1877 cuando Rafael Hernández, otro bonaerense, senador provincial, creador de la Universidad de La Plata, hermano de José (sí, el autor del Martín Fierro), hizo las veces de agrimensor y trazó los primeros límites del entonces pueblo de Bolívar, en las inmediaciones del fuerte de San Carlos.
Hoy la ciudad tiene casi 40 mil habitantes, pero revisando la correspondencia de Cortázar, que se instaló allí durante dos temporadas (1937 y 1938), para ejercer como maestro de geografía en el Colegio Nacional de Bolívar, sabemos que la calma local inquietaba al joven poeta de 22 años. “Este Colegio Nacional de Bolívar es un gran edificio relleno a medias de estudiantes y algunos profesores. Prácticamente, aún no se ha hecho nada en materia de enseñanza…”, evaluaba el novel “Profesor en Letras” recibido en la Escuela Normal Mariano Acosta de la ciudad de Buenos Aires, al que le habían asignado un aula para enseñar “mapitas”, según sus palabras en carta al amigo Eduardo Hugo Castagnino, fechada en Bolívar, el 23 de mayo de 1937. “Mi dirección -hasta nueva orden- es: Hotel La Vizcaína, Bolívar F. C. Sud”.
En otra esquela, Cortázar agrega: “Son las cuatro de la tarde del sábado y me dispongo a tomar mate. Mi pieza es amplia, y cierta mucama llamada Josefa - ¡cuàndo no! - me ha traído ayer el regalo de un gran sillón giratorio, en el cual estoy sentado en este instante. Encenderé la radio y escucharé media hora de buena música de jazz. Jazz negro que es el genuino. Después volveré a la lectura de Madame Bovary. Más tarde creo que voy a escribir algo, ni siquiera en Bolívar me abandona la enfermedad poética…”.
Estas líneas ya se evidencian como una declaración de principios y un programa de lectura. Bolívar será para Cortázar la zona de la lectura. Gustave Flaubert, las obras completas de Freud, Pablo Neruda y análisis sobre la poesía de Federico García Lorca (todavía no hacía un año que había muerto). Aquel es, además, el momento en que publica su primer poemario, “Presencia”, firmado como Julio Denis en una tirada de 250 ejemplares por la editorial El Bibliófilo, según el autor “solo para amigos”.
Sin embargo, esa pieza literaria es hoy una presa codiciada por coleccionistas, pero no es la única. Hace poco apareció en subasta un archivo homogéneo de enorme valor por tratarse de los primeros escritos del autor, y por la condición de inéditos de la mayor parte de ellos. Se trata de una colección de más de 50 piezas que estuvieron al cuidado de la familia de Mercedes Arias, una colega, amiga e instructora de inglés de Cortázar durante sus días en Bolívar. Algunas de las dedicatorias manuscritas de ese conjunto nos permiten intuir que quizás fue algo más que una amistad, y que la soledad que denuncia en cada carta desde Bolívar quizás no fue tan solitaria.
Las caminatas desde la hoy vieja estación de Ferrocarril donde llegaba el tren que traía al poeta inician este recorrido cortazariano que se extiende por la Avenida San Martín, pasa por el Monumento a San Carlos Borromeo, patrono de la ciudad, hasta llegar a la Plaza Alsina donde se encuentra el centro cívico con la iglesia y la municipalidad. Esta última se inauguró en los días en que Cortázar vivía allí y se dedicaba a enumerar irónicamente las maneras de divertirse en Bolívar: ir al cine, ir al Club Social, recorrer los ranchos de las cercanías con fines etnográficos.
El Hotel La Vizcaína – hoy convertido en un restorán- ocupaba la esquina de la Avenida Brown y Sarmiento. Aún se conserva parte de su fachada que fue remozada. El propio Cortázar se reiría al saber que la cervecería que ocupa el lugar donde estaba su pensión se llama Firpo, y no Justo Suárez o “Torito”.
La Vizcaína se comenzó a construir en 1880 y tenÍa habitaciones con baño privado, bar y restaurante. Sobre la fachada anexa, se encontraba la pensión en la que Cortázar escribió, por ejemplo, el cuento inédito (que apareció en el archivo de la familia Arias) “Cumpleaños”, en siete carillas mecanoscritas, fechado en Bolívar en noviembre de 1937 y firmado con el seudónimo de Julio Denis.
El personaje de este cuento describe su cumpleaños veintitrés en la soledad de un hotel de provincia. La misma edad que el autor había alcanzado sólo tres meses antes de fechar el cuento. También el nombre del personaje, «Denny», alude a su propio seudónimo, «Denis», y es entonces obvia la referencia autobiográfica. La habitación de Julio daba a la Avenida Brown donde hoy una placa señalética recuerda al autor de Rayuela y quienes caminan por allí lo hacen por la Rambla Julio Cortázar.
A pocos metros, en la calle Ignacio Rivas entre el 0 y el 300, vivían en los años 30 dos buenas amigas del poeta: Marcela Duprat y su madre, Lucienne Chavance de Duprat, ambas artistas plásticas que han sabido retratar la naturaleza y la arquitectura de Bolívar. En las cartas, Cortázar se deshace en halagos para ambas, les escribe y les habla de Vincent Van Gogh o de Paul Cézanne. Incluso les promete volver a Bolívar en marzo del 40. Hace algunos años se presentó un libro con el acervo artístico de ambas y un sector de la calle Rivas se convirtió en el paseo Duprat.
A finales de los años cuarenta, Cortázar ya había vivido en Chivilcoy, Mendoza y la ciudad de Buenos Aires y se preparaba para dar el gran salto, cruzar hacia “el lado de allá”. Ir a París a descubrir las huellas de los poetas que en los días de Bolívar fueron su sostén. Conocer el hotel donde vivió Baudelaire, o la pequeña pieza que vio morir al Conde de Lautremont e incluso caminar por las mismas calles que lo hizo Nadja, la protagonista de esa novela fundamental de André Bretón.
Quizás, estas líneas no sean más que un deseo y un llamado para que los jóvenes poetas del futuro también recorran las calles, en este caso, de San Carlos de Bolívar, tras las huellas de Julio Cortázar.
(Agradecemos especialmente a Jorge Férnández, director de Cultura de Bolívar por las fotos actualizadas)

