Milo J

Altanero y a su vez cercano, canta y nos despierta. Su nuevo trabajo no solo se postula como uno de los mejores discos del año: es un combo que une memoria, identidad y territorio a ritmo de folklore. De su pago chico, Morón, a la Argentina profunda, Milo J salta los decorados del trap y atraviesa generaciones.

Por Gilda Fantin | Imágenes: Archivo

Hay artistas que irrumpen en la escena con el estruendo de la novedad. Y otros, como Milo J, que la transforman desde el silencio. Desde Morón, en el corazón del conurbano bonaerense, hasta las luces del estadio de Vélez, Camilo Joaquín Villarruel encontró su voz entre la introspección, la ternura y la memoria. Nieto de Nélida Beatriz Pereyra, víctima del terrorismo de Estado, e hijo de Aldana Ríos, sobreviviente de aquella época, Milo J creció en un entorno familiar con secuelas marcadas por la ferocidad de la dictadura, un contexto que marcó su historia personal y artística.

Su identidad nace de un cruce: el pulso urbano del oeste bonaerense y la calma ancestral de sus raíces santiagueñas. En esa dualidad se sostiene su música: entre el cemento y la tierra, entre la nostalgia del tren Sarmiento y el mítico 166, sumando los recuerdos de un norte que vibra en la sangre familiar. La provincia de Buenos Aires le dio la mirada; Santiago del Estero, la profundidad.

Morón fue su primer escenario. Allí, entre auriculares y rimas, empezó a escribir canciones como quien anota pensamientos en un cuaderno. No buscaba la fama, sino entenderse. La sensibilidad que hoy lo distingue ya habitaba en ese adolescente que subía videos a YouTube con una guitarra y una voz frágil, pero decidida.

Su debut discográfico, 111 (2024), fue el punto de inflexión. Trece canciones donde el minimalismo se vuelve refugio y la vulnerabilidad, materia prima. En ese álbum, Milo J desarma la épica del trap y construye una poética del silencio. Cada tema respira una verdad íntima: “Rara vez”, “Tu paz”, “Flor de enero”. No hay urgencia, sino contemplación.

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Pero La vida era más corta (2025) llega para expandir ese universo y marcar un nuevo capítulo. Más melódico y narrativo, el álbum dialoga con la memoria y la fugacidad del tiempo. Si 111 era el diario de un chico que aprendía a sentir, este segundo disco es la carta de alguien que ya entiende lo que significa perder. La nostalgia sigue ahí, pero más templada; el sonido crece, se abre a arreglos orquestales, a percusiones sutiles, a una madurez que no borra la inocencia.

En La vida era más corta, Milo J parece reconciliar sus dos mundos. Hay frases que suenan a confesión y paisajes que huelen a polvo del norte. Las raíces santiagueñas asoman en la cadencia, en los silencios, en esa manera suya de pronunciar la palabra “vida” como si doliera y curara al mismo tiempo. Su historia familiar y su vínculo con la memoria se sienten en cada nota: la ausencia de su abuela, la fuerza de su madre sobreviviente y su intento de tocar en la exESMA, movida finalmente desarticulada por el gobierno de Milei, en un acto de censura.

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A los 18 años, Milo J no canta para agradar, sino para comprender. Su obra no busca representar a una generación: la atraviesa. Es un artista que propone otra velocidad, otra forma de habitar el éxito: sin ruido, sin impostura, con un respeto casi sagrado por el tiempo. Cada canción fusiona su sensibilidad urbana con la memoria personal y colectiva, mostrando cómo el arte puede ser puente y refugio.

Los próximos 18 y 19 de diciembre, en el estadio de Vélez Sarsfield, cerrará un ciclo que comenzó en una habitación del oeste. Será su primera vez ante un estadio repleto. No se trata de conquistar un espacio, sino de agradecer. Vélez no asoma como una meta, sino como un espejo donde desembocan las raíces —Morón, Santiago del Estero, Buenos Aires— y su historia, la personal y la colectiva, en una sola voz. Las entradas ya se agotaron. 

Desde el oeste hasta el norte, desde la pieza donde empezó todo hasta el estadio que lo espera, Milo J no solo está haciendo historia: está recordándonos que la vida, efectivamente, era más corta… pero todavía alcanza para sentirla entera.