Rodajes bonaerenses
Por Hugo F. Sánchez | Imágenes: Prensa
Se suele asociar al cine de aventuras con las películas que trascurren en geografías difíciles, con parajes indomables y climas adversos que, para bien o para mal, moldean caracteres (muchas veces oscuros) y se resisten a la normalización que se le intenta imponer desde el afuera. Sin embargo, hay títulos singulares del cine nacional más o menos reciente que establecen esos vínculos y transcurren en un territorio que en principio pareciera improbable como locación para la enrevesada ecuación, “La Pampa” como concepto unificador, que engloba una extensa llanura apenas interrumpida por tímidas elevaciones que comprende a sectores de varias provincias, pero que se nutre principalmente del suelo bonaerense.
La capacidad de encontrar esta mixtura en la planicie tiene varios ejemplos, pero tal vez el cineasta que más visitó esos tópicos combinados fue Mariano Llinás, primero tímidamente con Balnearios (2002), luego y sobre todo con Historias extraordinarias (2008) y finalmente en la elefantiásica La flor (2018).
Balnearios es la epopeya de cabotaje en el verano, que para el imaginario argentino de clase media esforzada significa llegar por un corto período de tiempo a la costa bonaerense en plan de descanso y esparcimiento, comprimido en playas atiborradas y pueblos costeros (que año a año generan la ilusión de tener una casita y disparan la fantasía del retiro cerca del mar). Se trata de la primera incursión de Llinás en la hazaña vacacional de miles de argentinos, contada desde un tono entre etnográfico y un humor tan irónico como socarrón.
Después llegó Historias extraordinarias -cuya versión restaurada en 4K se estrenó en HBO MAX el 15 de noviembre-, en sí misma una formidable máquina de contar, casi en su totalidad desde la provincia, poco más de cuatro horas con tres historias de base de las que se desprenden nada menos que 18 capítulos, en los que hay asesinatos, una estancia como escenario improbable de las últimas horas de un majestuoso león, un triángulo amoroso con una mujer en un vértice intrigante que sabe y decide en consecuencia sobre lo efímero de las relaciones o entre otras micro historias, un personaje gris que toma la identidad de un hombre lleno de secretos.
Y además, monolitos sobre el río Salado de una obra faraónica que nunca se llevó a cabo, y que vuelan por los aires, la desaforada arquitectura del mítico Francisco Salamone y sus edificios diseminados en distintos municipios bonaerenses y el encanto de las rutas de la provincia de Buenos Aires. Y más, y más.
Llinás no renuncia a nada, ya sea para ponerse él mismo en la piel de un testigo involuntario de un crimen rural que determinará que su personaje se encierre en un hotel presa del miedo y a la vez dispuesto a elucubrar hasta el infinito sobre el motivo y los culpables del crimen, a la manera del Isidro Parodi creado por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares que resolvía los casos desde la cárcel.
O a incluir un batallón de Panzergrenadier (con su correspondiente tanque de guerra) para explicar el pasado de un aventurero alemán que, ahora, es contratado para dinamitar unos monolitos instalados hace años a la vera del Salado, que son la prueba de que en el pasado hubo un plan de canalización del rio y que, a partir de la desaparición de estos pequeños mojones, daría como ganador a un tramposo integrante de una ignota asociación que le apostó a otro que el proyecto no existió. Y entonces el manso cauce de agua que desemboca en la bahía de Samborombón se convierte en el gran y majestuoso escenario de muchas historias y giros en la narración.
Y en el plano formal, lograr que no sea una molestia y, por el contrario, resulte atractivo, hacer que los 245 minutos de Historias extraordinarias tengan distintos y omnipresentes narradores en off (Daniel Hendler, Verónica Llinás, Juan Minujín, y otra vez… Mariano Llinás).
Lo cierto es que, ya con la certeza de que la extensión no era un impedimento, con La flor (2018) Llinás fue por el exceso definitivo y alcanzó las 14 horas de relato. Abrumadora, inabarcable, con cuatro protagonistas (Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Laura Paredes, Valeria Correa, las Piel de Lava) que participan en tramas de espionaje como las de la Guerra Fría y se hacen presentes momias indígenas, el dúo Pimpinela, moscas Tse Tse y, por caso y solo a la manera de ejemplo, se revisita de manera experimental el poema épico La cautiva de Esteban Echeverría, con la llanura pampeana todavía sin divisiones políticas, como territorio bárbaro del escape de una mujer blanca del cautiverio indígena.
En contraposición al placer voluptuoso de contar de Llinás, La libertad (2001), la ópera prima de Lisandro Alonso, irrumpió en lo que entonces se llamó El Nuevo Cine Argentino (NCA) como un ovni despojado, que apenas mostraba la vida de un hachero en el monte pampeano.
Pero qué es la libertad de Misael, el protagonista, sino la aventura diaria de trabajar bajo sus propios términos y hasta cazar y cocinar sus alimentos, como la mulita que desuella con destreza frente a cámara (una escena difícil de recrear en la actualidad), en un film sorprendente porque su austeridad transporta al espectador a lo sensorial, un relato que según acaba de anunciar su director, al cumplirse 25 años de su estreno en 2026 tendrá una segunda parte: La libertad doble.
Pero además de las peripecias, epopeyas y la épica, aunque parezca poco propicia, la planicie también puede ser la locación perfecta para lo inexplicable, las ausencias y claro, los universos oscuros pero también cotidianos.
Trenque Lauquen, de Laura Citarella (2023) trascurre en la ciudad homónima de la provincia de Buenos Aires, otra película larga, otro río narrativo que convierte en aluvión de historias, un relato en dos partes y varios episodios, que cuenta la desaparición de Laura, una bióloga que es buscada por su chofer y por su novio.
Conspiraciones, teorías disparatadas y misterios, un registro que roza lo fantástico, todo puede suceder y sucede en esa localidad del Oeste bonaerense, en donde los elementos de la puesta conducen al principal interrogante: ¿dónde está Laura?
En otro extremo pero no menos inquietante está Cuatreros (2016) y La rabia (2018), ambas de Albertina Carri.
La memoria es la materia prima del cine de Carri y en Cuatreros se trata de hablar de la historia política de la Argentina junto con el pasado y el presente de la realizadora a partir de la historia de Isidro Velázquez, un cuatrero, un gaucho del que el padre de la cineasta contó su historia en un libro. El devenir de un país, de una región, de una persona, en un territorio siempre en disputa en lo colectivo y en lo particular.
Y otra vez fue Carri filmando en Roque Pérez La rabia, un artefacto audiovisual que se desarrolla conforme crece la tensión entre la supuesta calma pueblerina, donde lo bucólico es el marco poco probable, pero sin embargo posible de una explosión de odio y furia, una alquimia feroz gestada en las diferencias.
Por supuesto, la cuestionada identidad nacional no podía estar ausente en este recorrido, un recorte necesariamente incompleto pero en donde no se puede obviar a Mixtape La Pampa, de Andrés Di Tella (2024), y El movimiento, de Benjamín Naishtat (2015).
Al igual que Carri, Di Tella también indaga en la historia para contarse a partir de las vivencias del escritor y naturalista Guillermo Enrique Hudson, que vivió buena parte de su vida en la región pampeana y terminó volviendo a su Inglaterra natal. El derrotero le sirve al cineasta para trazar un paralelo sobre su propia itinerancia en Gran Bretaña junto a su padre Torcuato y la vuelta a la Argentina.
Finalmente El movimiento (2015), una especie de western alucinado creado por Benjamín Naishtat, que instala un escenario en donde diferentes facciones luchan por un territorio desolado -el concepto de “Pampa”-, un suelo tensionado por las masacres y las diferencias políticas, en donde la violencia es el tema y la mirada desde el presente ya cuenta con la respuesta sobre cómo se zanjaron algunas cuestiones y otras que no parecen encontrar solución.

