De Berlín a la pampa

Durante los años veinte del siglo pasado, el pintor alemán Wilhelm Düvelmeyer compartió muestras con nombres rutilantes como Kandinsky, Klee y Chagall. Un buen día, hizo las valijas y emprendió un excéntrico exilio en Tres Arroyos, donde vivió hasta su muerte, en 1957. En su ciudad adoptiva trabajaba pintando paredes y criaba aves. Una muestra rescata su obra.

En agosto de 2019, la artista visual e historiadora del arte Gabriela Francone fue invitada al Museo de Bellas Arte de Tres Arroyos (Mubata) a dar una charla. Gratamente sorpendida por el patrimonio del museo, pidió acceder a las obras del depósito, donde encontró dos cuadros pequeños cuya abstracción geométrica –una remisión a vanguardias tan prestigiosas como remotas– imantaron su atención de inmediato. El nombre del autor, luego comprobaría, estaba mal escrito y no le sonaba. Para reforzar el enigma, los trabajos no tenían fecha. Hubo que acudir a un artista de la ciudad, Hugo Costanzo, para obtener información más o menos precisa. El autor, dijo Costanzo, era un alemán que decía haber hecho muestras, durante su juventud, en las galerías más mentadas de su país junto a Kandinsky, Klee y Chagall, entre otros nombres estelares. 

Tal revelación encendió la curiosidad de Francone, una profesional proclive a ventilar la obra de los artistas marginales, quien encaró primero el chequeo de estos datos y luego una larga investigación, todavía en curso, para reconstruir el itinerario de ese pintor misterioso con el que se había topado por azar. La pesquisa permitió saber que ese nombre, bien escrito, es Wilhelm Friedrich Düvelmeyer (Guillermo para los amigos), que así se llamaba este artista alemán nacido en 1893 que vivió la mitad de su vida en Tres Arroyos y que, en efecto, durante su juventud, poco antes de emigrar a la Argentina, había compartido exposiciones en las célebres galerías Der Sturm y Von Garvens con los popes del ecosistema artístico de vanguardia durante los años veinte del siglo pasado. Pero, pese a tan rutilante legajo, en su ciudad adoptiva se lo conocía como pintor de paredes.

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Lo que acaso nunca se podrá saber, más allá del rigor con que se revise su historia, son las razones por las cuales un artista joven y aparentemente en vías de consagración, eligió salir de modo tan drástico de escena. ¿Por qué alguien, en lugar de estampar su rúbrica para la posteridad en el centro del mundo, opta por borrar deliberadamente su rastro en la pampa argentina? En un texto que reseña su investigación, Francone se hace preguntas análogas: “¿Düvelmeyer huye? ¿Se esconde? ¿O simplemente se cansa? ¿Lo abruman los ‘podios del arte’ o la ilusión de un horizonte próspero lo trae a nuestras costas?” 

Düvelmeyer llegó a nuestro país a bordo del Gotha en octubre de 1923. Y si bien consignó en la aduana que su oficio era el de “pintor de arte”, luego de cuatro años en la ciudad de Buenos Aires, donde trabajó como ilustrador, se radicó en Tres Arroyos. Allí se ganaba la vida pintando, pero con brocha gorda. También criaba aves, aunque esta actividad, al parecer, era una arraigada vocación tardíamente satisfecha antes que un oficio formal. La tradición oral tresarroyense no es muy prolífica con respecto a Düvelmeyer, que murió en 1957. Pero una de las singularidades que quedaron en el anecdotario colectivo es que tenía un pingüino, rara avis, literalmente, en esas coordenadas geográficas. Por lo demás, era un hombre de pocas palabras, que escondía la gloria fugaz que lo precedía, pero que nunca dejó de pintar. Solo que lo hacía con estricta reserva. Como un ejercicio solitario que, a la inversa de la dinámica constitutiva del mercado del arte, debía mantenerse lejos del público.

José Piro, quien hizo una escultura de Düvelmeyer, fue quien descubrió, dicen que accidentalmente, la identidad artística del alemán y lo convenció para que dirigiera la Escuela de Bellas Artes. Entonces, acaso con cierta resistencia, Düvelmeyer volvió a circular en el ambiente institucional del que había desertado. En 1955 –más de treinta años después de su arribo a la Argentina–, se hicieron tres muestras dedicadas a su obra. Una en Buenos Aires, a instancias del pintor Juan Carlos Castagnino, y las otras en Tres Arroyos y Bahía Blanca. No se puede decir, sin embargo, que este despliegue haya redundado en una reconsideración de Düvelmeyer, quien permaneció muy lejos de las avenidas principales de la cultura. De todos modos, en 1984, para el centenario de Tres Arroyos, se le tributó un homenaje póstumo con una exposición. 

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Rainer Enders, director del archivo online de la galería berlinesa Der Sturm, a quien Francone contactó en su búsqueda, señala que la huella del artista en Alemania se pierde en 1922. A propósito de su biografía escurridiza, escribe: “Llama la atención que nunca firmara ni fechara sus trabajos, lo que resulta extremadamente perjudicial para su clasificación cronológica. Hay una hipótesis al respecto: inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial se constituyó en Berlín el Consejo de Trabajo para el Arte (Arbeitsrat für Kunst), cuyo programa buscaba acercar el arte al pueblo y rechazaba el arte exclusivo de salón. Defendían también el anonimato del artista, proponiendo sustituir la firma por un símbolo. Es posible que Düvelmeyer haya seguido ese principio con especial coherencia”. 

Agrega Enders que, como la mayor parte de su obra son acuarelas (destaca una de ellas, ambientada en las trincheras de la Primera Guerra), el único medio para determinar su antigüedad son los estudios sobre el papel, un recurso demasiado costoso. 

A buena distancia de curadores y ojos críticos, la obra de Düvelmeyer se dispersó sin ningún criterio más que la necesidad de su viuda, María Peter, también alemana, que lo sobrevivió casi veinte años. Peter canjeó cuadros por comida o medicamentos, quizá en un gesto de desacralización del arte, en sintonía con la ética de su esposo. En cualquier caso, el movimiento de fuga del pintor exilado en Tres Arroyos resultó efectivo: señala Francone que no hay “documentos ni testimonios de su paso por aquí en la historia del arte argentino, a excepción de un renglón en el libro 80 años de pintura argentina, de Córdova Iturburu, y un par de catálogos de los salones de la Sociedad Argentina de Artistas Plásticos (SAAP) en los que participó durante la década del cincuenta”.

Integrante del colectivo Nosotras Proponemos, Francone participó en un par de ocasiones en operativos de reivindicación artística bautizados “Al rescate”, en los que exhuman obras que nadie conoce del depósito de algún museo y las exhiben. Es probable que ese mismo espíritu la haya guiado en el arduo rastrillaje de seis años que le permitió reunir setenta obras de Düvelmeyer en la ciudad de Tres Arroyos y aledaños. Tarea que no pocas veces la sumió en el desánimo. Algunas de las pinturas que encontró –acuarelas y témperas, en su mayoría– tenían poco que ver con aquel talento promisorio de sus primeros trabajos. ¿Y si aquel apogeo de sus veinticinco años había sido apenas un refucilo que se extinguió rápido? La enciclopedia de las artes está llena de estos vaivenes. Pero no. Entre la hojarasca, finalmente aparecieron las obras que ratificaban la vigencia de aquella mano prodigiosa.   

Luego de tamizar la cosecha, Francone seleccionó dieciséis obras que, junto a algunos documentos, formarán parte de una muestra que se inaugurará el 13 de diciembre en el Museo del Mar, de Mar de Plata. Su título es “In der Pampa”, una expresión alemana que quiere decir algo así como “en el medio de la nada”. Descripción que suena apropiada para la deriva de Düvelmeyer, que, anónimo como pretendía, descansa definitivamente en un osario del Cementerio Danés de Tres Arroyos. En paralelo, la investigadora prepara un documental en que trabaja también desde 2019 y que completa su rescate de un artista que eligió la apacible persistencia del silencio.