Calamaro en el Hipódromo de La Plata

Como cierre de su gira, Calamaro desató una fiesta en La Plata. “Caramba”, dijo. “No entiendo cómo fue que pasamos tanto tiempo sin volver”. Como invitados, destacaron otros tres paladines de la patria cancionera: los locales Santi Motorizado y Manuel Moretti, y Juanchi Baleirón.

1 y 44. Ahí enfrente, en la estación de trenes, Brad Pitt se subió a un vagón del Roca y pasó los siguientes siete años en el Tíbet. En los diarios de La Plata, buscaban hombres y mujeres que dieran el physique du rol y cayeron un centenar de rubios naturales para reconstruir un parpadeo de la Alemania nazi. Ahora, al menos a primera vista, no veo casi ninguno. Este sábado 6 de diciembre, en esta esquina, la sal de la tierra se arremolina a unos pasos del Hipódromo. Adolescentes con shorcitos de jean. Nenitos de siete u ocho años con remeras de rock y sus tutores legales. Veteranos de tres o cuatro divorcios. De tres o cuatro crisis financieras. Decenas de lúmpenes que arrastran la lengua en un gesto de garbo y de astucia. Todos y cada uno alrededor de una hamburguesa, con sus latitas de Hamstel en la mano. Andrés Calamaro habla su mismo idioma: la lengua popular.

En la honda noche platense, las tribunas miran hacia las refinerías de Ensenada. Es un horizonte hipnótico y lleno de amenazas. Hermoso, a su manera. Entre las nubes del río, cuatro chimeneas queman su combustible como el ojo de Mordor. Acá, los pibes queman su propio combustible. El blues del Delta suena cada vez más fuerte hasta que se detiene y sale la banda. Andrés lleva gorra negra de béisbol y gafas tipo Top Gun. Se lo ve en buena forma. Después de todo, tenés que estar sobrado y con una gran confianza para arrancar un concierto, en pleno diciembre y al aire libre, con la canción más lenta del rock argentino. ¿Sentiste alguna vez lo que es tener el corazón roto? Peroporsupuesto, Lucho. Por las pantallas pasan los helicópteros de Apocalypse Now y cada uno de los asistentes sintoniza la tragedia de alcoba con la tragedia social pero nadie es capaz de confesarlo. Salvo el que canta. 

Después vienen “Te quiero igual”, “Loco”, “Carnaval de Brasil”. Queda clarísimo de entrada que la banda va a entregar el repertorio ABC1, pero se permite explorar estas canciones como si fueran standards. Que lo son. Por aquí y allá hay arreglos onda Stevie Wonder. Hay enroques (como cuando lleva el riff de vientos “Mil horas” para la coda de “Tuyo siempre”), hay versiones, hay una cita a “El ratón” de la Fania All-Stars. Uno a veces duda entre cantar a los gritos con la gente o escuchar los nuevos meandros que encuentra Calamaro en cada melodía. Esa tensión irresuelta mantiene todo el concierto en vilo. Digo, ¿falló el teleprompter o está improvisando? ¿Estamos viendo a Dylan o a los Decadentes?

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A diferencia de los shows en el Movistar Arena, donde la selección de los invitados parecía diseñada para provocar al sector bien-pensante de su audiencia, los invitados del Hipódromo armaron un sistema: Santi Motorizado, Manuel Moretti y Juanchi Baleirón. Es decir, dos coronados del rock platense (el orfebre de la canción popular y melodramática; el anti-héroe de la contracultura) y el cantante interino de los Pericos que produjo los últimos hits legítimos y todo terreno del rock argentino. Es una elección inobjetable. Los tres aportan su color y su semántica. Apenas termina de cantar “Cuando no estás”, Santi baja del escenario y se mezcla entre el gentío. Está de local. Hace el arquetípico corazón con las dos manos engarradas. 

“Caramba”, dice Calamaro. “No entiendo cómo fue que pasamos tanto tiempo sin cantar en La Plata”. Recuerda sus shows como invitado del Indio y varias veces, como si lo tuviera atragantado, alude al episodio jurídico del porrito (donde aprendimos el verbo preconizar). Está mayormente bromeando, no cabe duda. En los intervalos entre tema y tema, incluso habla sobre el sorteo del Mundial (“todos son el grupo de la muerte”, dice) y sentencia: “las Malvinas son argentinas” (que no es ningún chiste, pero dicho así al pasar después de “Me arde” o cuando sea que lo haya dicho, es un poco gracioso). El impulso lo anima a caminar sobre la cuerda floja del anti-clímax y se demora como quince minutos en presentar a cada uno de los miembros de su banda, pero el que tiene “Mi enfermedad” en su repertorio puede darse esos lujos. 

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Desde el fondo de la pantalla, viene caminando el Calamaro circa 2001 con su sombrero white trash. Se nota que la banda ya tiene rodaje, porque suena con swing y músculo a la vez. El tecladista German Wiedemer es el maestro mayor de obra, pero los bronces a-la-Van Morrison son un subidón para cualquiera que se haya tomado la molestia de escuchar un poco de rock & roll. Cantada a los gritos por estas miles de personas, envuelta en el perfume de los tilos y los choripanes, la letra de “El salmón” revela todos sus dobleces. Todo su lirismo, todo su humor (cuando canta aquello de “revísenme el aceite, el aire y el agua / revísenme a mí, el coche no tiene nada” no puedo evitar la carcajada), toda su fabulosa vulgaridad. Toda su ética. Para cuando llega al cruce de los caminos, el Calamaro de 2001 se encuentra con el Calamaro de 2025. El diálogo es breve. “Recibí una carta que me dice the end", comenta el más joven. “No tiene remitente”, advierte el más viejo. Después arrojan la carta en el aire cromado de las refinerías y, al unísono, se matan de risa: “¡Dejame de joder!”