UN RECORRIDO ÚNICO
Por Agustín Ormazábal | Imágenes: Eva Cabrera
Ojalá me estés leyendo en el tren. Ojalá estés en el Roca, rodeada de oportunidades aparentemente inconexas, donde saben coexistir en armonía la venta de pomada china con la de ajo, seguido de calculadoras científicas que grafican polinomios y resuelven sistemas de ecuaciones con dos incógnitas. Ojalá, porque de ser así, no tengo que pedirte más nada, y de lo contrario, voy a necesitar que te imagines precisamente eso. Que estás en el Roca, sentada mirando en dirección hacia donde se está moviendo el tren. Como si fueras desde Ezpeleta a Darío y Maxi, con los ojos puestos en Constitución. Sí, ahí te veo. Estás ahí. Pero en realidad te mentí, y eso no era lo único que te iba a pedir. Te voy a pedir que prestes atención a si viene un tren de frente. Ahí viene, ¿lo ves? Claro que sí, ahí pasó, yo también lo vi. Su paso contundente te mareó un poco porque se sumaron las velocidades corriendo en sentidos opuestos, y porque lo que pasa rápido siempre marea, como ocurre con el tiempo. O quizás el mareo se debe a que el tren que acabás de ver pasó por el lado derecho. Es lógico que te maree, si en la calle los autos que vienen de frente te pasan por el lado contrario. Es lógico que te maree, porque hay quienes dicen que hacer las cosas “por derecha” es sinónimo de hacerlas bien, y no parecen sobrar las pruebas de que así sea.
Si hubiese un tren que una a los dos lados de la enorme grieta sobre la que descansa el océano Atlántico, si hubiese un tren que vaya de Manchester a Valentín Alsina, no habría que cambiar nada. Los muchachos de La Fraternidad se entenderían perfectamente con los de la National Union of Rail, Maritime and Transport Workers, pese a no comprender una sola palabra de lo que el otro está diciendo. Nadie de la Unión Ferroviaria tendría que cursar webinars de 6 horas para comprender el nuevo sistema de señalización, porque sería el mismo de siempre. No habría que adaptar los andenes de las estaciones, ni avisarle a Gerli con anticipación para que se adelante al cambio y siga abriendo la puerta del lado contrario al resto. Todo seguiría andando por el mismo lado de siempre. Pero sobre todo, si hubiese un tren de Manchester a Valentín Alsina, no nos uniría solo el tren: nos uniría la fascinación por el tren.
Te cuento esto porque el tiempo que viví en Inglaterra me lo pasaba tratando de encontrarme a Buenos Aires donde sea, en cada rincón esquivo. Allá tienen una red de trenes impresionante que conecta todo lo que están dispuestos a conectar (por ejemplo, no hay un tren directo entre Oxford y Cambridge, porque sería como construir un pasillo que conecta a La Bombonera con el Monumental). Pensaba en esto un día mientras me cebaba un mate en el Thameslink ante la atenta mirada de quienes sospechan estar viendo una nueva forma de consumir sustancias ilegales, como si no las hubiesen inventado todas ya, y me di cuenta de que los trenes en Argentina usan el mismo sentido de circulación que el tráfico de las calles inglesas.
Y sí, es lógico. Cuando llegaron los trenes a Argentina, en la cabina también trajeron al fútbol, a los nombres que luego le pondrían a las estaciones de esos trenes, y sobre todo, vinieron ingleses. Vinieron ingleses que armaron el sistema de circulación con el sentido que conocían desde la casa. ¿O me vas a decir que si un día, Dios no quiera, te toca poner una estación de energía nuclear en Liverpool, lo primero que harías antes de echar manos a la obra sería preguntar para qué lado maneja la gente? No, claro que no. Seguramente llegarías, instalarías el reactor de la manera que sabés hacerlo, y volverías a tu casa. O caso contrario, si te tocara caer en un lugar hermoso, te quedarías, y hasta le pondrías tu nombre a la estación. Un nombre como Edward Banfield, George Temperley, John Coghlan, o Pedro Claypole. No sé si lo notaste, pero incluso en el ramal Sarmiento hay una estación entre Moreno y Merlo que se llama “Paso del Rey”, una traducción casi literal de King’s Cross, que es como el equivalente inglés a Constitución, y célebre por ser el lugar en el que Harry Potter entra por primera vez a la Plataforma 9 y ¾ para ir a Hogwarts. No sé si la coincidencia en el nombre será una enorme casualidad, pero elijo creer que no.
El nombre de un lugar es casi tan inaugural de lo que luego será su historia como los cimientos de una estación de tren. Claro que eso no quiere decir que con el origen no se pueda hacer nada: Yo por ejemplo soy de Quilmes, y su nombre ya no se escribe como el de la comunidad originaria que le dio bautismo a costas del dolor y la injusticia. Pero además, uno de sus equipos locales resume su nombre con la sigla “Q.A.C”, que en un esfuerzo de malabarista sus hinchas explican como “Quilmes Atlético Club”. Eso les ahorra explicar (o confesar) que en verdad el origen de su nombre fue Quilmes Athletic Club, un nombre que dicho así en el medio del Conurbano Bonaerense sería una ridiculez peligrosa. Hay quienes dicen, incluso, que el otro gran equipo de Quilmes, el Club Atlético Argentino de Quilmes, eligió cuidadosamente su nombre para distinguirse del supuesto cipayismo rival. Cosas que se dicen en el barrio, ya sabés cómo es.
“El cervecero” no es el único cuyo nombre, como ocurre con las estaciones de los trenes, parece traído de un tren que va de Manchester a Valentín Alsina. Tenemos incluso casos más explícitos, como Newell’s old boys, Racing Club o simplemente All boys. Ni que hablar del hecho de que los dos equipos más populares de nuestro país tienen al menos una referencia anglosajona en su nombre. Más atrás en el tiempo, una de las más importantes instituciones futbolísticas del amateurismo fue el Alumni Athletic Club, fundado por ingleses. “Athletic club”, ¿no te llama la atención? Los ingleses siempre anteponen el adjetivo al sustantivo. Nunca el cielo es azul: es el azul cielo. Casi como si el cómo importara más que el qué, o las formas fueran más relevantes que el contenido. ¿Será un lujo que pueden darse quienes tienen el qué garantizado, y pueden darle prioridad al cómo?
Para mí lo más interesante es que si hubiese un tren de Manchester a Valentín Alsina, las estaciones en el medio no solo tendrían en común al sentido de circulación de ese tren, al fútbol, y a los nombres en inglés. Tendríamos, además, una historia parecida para contar en el trayecto. Nosotros podríamos contar, por ejemplo, que todo lo que en Argentina entendemos por los 90' (si es que entendemos lo mismo cuando hablamos de aquellos años) arrancó de formas más bien silenciosas. La convertibilidad, las privatizaciones, el deterioro constante y progresivo de nuestra matriz social, todo ocurrió de a poco. No fue igual que con los trenes, que pasan rápido y haciendo mucho ruido. Fue más bien como el silencio de un pueblo por el que dejó de pasar el tren. Por su parte, quienes vienen de Manchester, podrían contarnos cómo en los años 70' vivieron algo similar, con las fábricas textiles como víctimas principales.
Para que alguien escriba un documento histórico del tenor que tiene el Manifiesto Comunista, primero tuvo que haber una injusticia muy grande. El manifiesto se escribió precisamente en Manchester tras la Revolución Industrial, que trajo consigo la constitución tangible de una clase obrera, pero también a las condiciones inhumanas en las que el trabajo fabril era llevado a cabo, y a las viviendas en las que sus trabajadores dormían a cuentagotas. Manchester se convirtió en un epicentro textil, fundamentalmente por la proximidad al puerto de Liverpool, por donde ingresaba la materia prima necesaria para esa industria. Pero también se volvió la capital de las asimetrías. Cuando la ciudad se constituyó como núcleo productivo, las casas más cercanas a las fábricas se fueron volviendo impagables, y la gente que trabajaba en ellas se desplazó a zonas más periféricas donde les alcanzara para pagar por viviendas de sardinas. Esa época coincidió, además, con una importantísima corriente inmigratoria. Si a esa misma historia le cambiamos “Manchester” por “Buenos Aires”, “periferia” por “Conurbano”, y dejamos al puerto tal y como está, es evidente que estamos contando dos historias similares.
Quizás una diferencia es que en Inglaterra no crece nada. En el sur hacen malabares para cultivar vegetales en invernaderos, pero casi todo lo traen de otra parte donde las cosas sí crecen. Siglos atrás, esas otras partes eran muchas veces las colonias británicas. Pero durante los años 70’ del siglo pasado, la canilla de ingreso para esos insumos se fue cortando en la medida que se rompieron las cadenas del colonialismo. Si bien India se independizó de la corona en el 47', su soberanía económica fue un proceso gradual que encontró su punto cúlmine en los años 70', cuando su industria nacional logró consolidarse. Tanto eso, como los procesos de industrialización de países como el nuestro tuvieron un doble efecto sobre la economía británica: el aumento en los precios de importación para las materias primas que hasta entonces extraían discrecionalmente de sus colonias, y la aparición de nuevos competidores productivos. Fue en ese momento cuando empezó a sonar en las calles londinenses un viejo nombre conocido para la Argentina: el de Margaret Thatcher.
“No hay alternativa”. Ese fue el slogan con el que Thatcher intentó justificar una tragedia deliberada. Tan simple, tan terrible, como pueden resumirlo cuatro letras: “T.I.N.A”. There is no alternative. Para algunos, la excusa es que no hay alternativa. Para otros, es que no hay plata. En todo caso, pareciera que lo que no hay, lo que falta, lo que ya no es, es lo que justifica el arrebato de lo que queda, aunque más no sea una parcela de futuro, o de una esperanza que se le parezca bastante.
Thatcher se embanderó bajo la sigla “T.I.N.A.” no solo para cimentar la épica de la desregulación económica, sino también para justificar una severa política de ajuste acompañada de privatizaciones. La política financiera desplazó a la productiva, y una enorme cantidad de fábricas quedaron vacías, como los bolsillos de sus trabajadores, que terminaron en la calle. Manchester pasó de ser un núcleo productivo a un museo de elefantes blancos y marginalidad. Los 70’ británicos suenan en la misma tonalidad que los 90’ del Conurbano Bonaerense. Cada tanto se escuchan ecos de aquellos años. Sobre todo últimamente.
Ya sé que te vas a reír, pero a mi Manchester me recuerda a Valentín Alsina. En mi imaginario tren que las conecta no solo aparece esa historia en común que tienen la ciudad británica con el Conurbano: Fuera del centro de Manchester hay bosquejos de lo que supo ser su circuito fabril. Paredes interminables de ladrillos rojos, chimeneas maquilladas de hollín, y un río atravesándolo todo que se llama Irwell. Esas tres pinceladas de paisaje están también en Valentín Alsina, especialmente en la zona de las curtiembres, y con la diferencia de que a esa desembocadura la llamamos “Riachuelo”. Pero no es solo una fisonomía lo que encuentro parecido, sino un sonido, una forma de ver a través de los oídos. En sus años de deterioro, Manchester se puso difícil, peligrosa. La ciudad estaba paralizada no solo por el cierre de las fábricas, sino también porque hasta el circuito comercial sufrió la falta de movimiento en las calles. Y así, tanto como ocurrió en el Conurbano a finales de los 90', ese territorio sinuoso fue también una presión de selección para el surgimiento de la creatividad artística y de revoluciones culturales.
No quisiera meterme en el debate de dónde surge el punk. Que si fue en Inglaterra, en Estados Unidos, o con Los Saico en Perú en los años 60'. Hoy, a fines narrativos, me conviene decir que el nacimiento del punk fue con los Sex Pistols en Manchester (si mañana me conviene decir que fue en Nueva York o en Lince, diré sin ninguna vergüenza que así fue con la legitimidad de la contradicción que me otorgan los códigos que rigen actualmente). Tal y como con el Manifiesto Comunista (y como ocurre siempre), la injusticia parió disconformidad y, con ella, la necesidad de acceder a uno de los derechos más habitualmente postergados a lo largo y ancho de este mundo: el de la autonarrativa. La injusticia necesita ser narrada, y necesita que sea narrada en primera persona del plural. El punk es un medio ideal para hacerlo, porque la piedra angular de su filosofía es la de permitir que cualquiera que tenga algo para decir pueda subirse al escenario, dejando al virtuosismo en penitencia.
Hablar de los Sex Pistols en Manchester es hablar de resistencia, como lo fue 2 Minutos en Valentín Alsina durante los 90’. Pareciera que los contextos adversos fueron, tanto para esa ciudad como para el Conurbano, verdaderos catalizadores de insurgencia artística de características populares. Nuestro punk fue el punk, pero también lo fue la Cumbia Villera y el Rock Chabón. Porque el punk no es una estética ni un ritmo, no es un sonido ni un estilo, sino una filosofía que le asigna a la música el rol de ser el medio para quien tenga ganas de hablar de su barrio, sin eufemismos, sin concesiones modales. Si por algo esos barrios supieron revelarse ante la forzosa sentencia al olvido, y reconstruirse desde el barro y los escombros fabriles es, precisamente, porque la música dejó abierto el micrófono que les permitió seguir hablando, seguir nombrando, y así seguir siendo.
Fiel a la esencia punk de sus pasajeros, en el hipotético ramal que va de Manchester a Valentín Alsina también sabe haber discusiones, y alianzas impensadas. Cuando los de Manchester y los del Conurbano se encuentran con los declarados rivales de sus capitales correspondientes, se unen bajo un mismo frente. De pronto, el contrapunto Manchester vs. Londres suena parecido al del Conurbano vs. Capital, tanto como la rivalidad entre Blur y Oasis se hace eco del distanciamientro entre los públicos de Soda Stereo y Los Redondos. Es que en el imaginario manchesteriano no sólo la épica histórica de la Revolución Industrial y la popularidad del fútbol aparecen como elementos esenciales, sino que todo eso ocurre mientras de fondo suena Champagne Supernova y la voz intempestiva de Liam Gallagher te pone entre la espada y la pared preguntándote dónde estabas mientras nos drogábamos.
Los Gallagher no se caracterizaron nunca por su camaradería sino, más bien, por sus formas pendencieras. Y sin embargo, entre la gente de Manchester parecieran ser de consenso. Quizás se deba a su origen, la Longsight area, equivalente británico a lo que en Buenos Aires probablemente llamaríamos “Conurbano profundo”. Una de esas zonas donde los hornos no están para bollos. Durante los 90' y principios de siglo, mientras Argentina entraba en una de sus crisis más dolorosas, Oasis fue una de las bandas más importantes del mundo en términos de alcance y popularidad. A la gente que viene de Manchester, pero más aún, del “Conurbano” de Manchester, no les importa que los Gallagher sean todo lo bravucones que saben ser, o que sus canciones mencionen tímidamente temáticas relacionadas con la realidad de su barrio. Lo que a la gente de Manchester les produce admiración es que dos personas de su barrio llegaron hasta ese lugar. Liam y Noel no buscaron la representación de su barrio: la gente de su barrio se las adjudicó. Porque Oasis nunca fueron los Gallagher, sino todo lo que la gente hizo de ellos. Ese aspecto, tanto como el hecho de que sus fundadores, cantante y guitarrista, se lleven pésimamente, rima con Los Redondos.
Del otro lado del vagón, Blur, y quien dice Blur, sabe también decir Soda. Blur fue, durante los años de rivalidad con Oasis, la representación de la capital. La vanguardia, el virtuosismo, los pibes cool de Londres y el lugar seguro para la gente linda y bienpensante. Mientras, Oasis. Mientras, esos malos modales plebeyos. Ninguno, afortunadamente, hizo un esfuerzo por esconder su procedencia, de disfrazarla de fisura, de barrio, o todo lo contrario, de refinarla. Aunque quizás haya un punto de diferencia en el tándem Blur vs. Oasis, y el de Soda vs. Redondos: En el primer caso, las rivalidades surgieron de sus públicos, y ellos recogieron el guante. Se hicieron cargo de la discusión, y decidieron protagonizarla, llevarla adelante de la cámara, seguir la perfo. Los Redondos y Soda Stereo, en cambio, no se hicieron cargo de la rivalidad, y hasta la ridiculizaron. Se agradece. Se agradece porque, de no ser por eso, hoy tendríamos otra grieta más con la cual lidiar. Ellos mismos nos dejaron disfrutar de todo. Pero cuando a sus públicos les toca compartir asientos enfrentados en el tren, todavía se oyen ecos de aquella vieja rivalidad entre la civilización y la barbarie.
En el tren que va de Manchester a Valentín Alsina sin dudas viajaría seguido Saborido, reflexionando que para conquistar primero hay que fascinar. Él lo diría para explicar que los procesos de colonización de Reino Unido siempre estuvieron acompañados, además, por eventos de consolidación cultural, impuestos no tanto por la fuerza, sino desde la fascinación. Inglaterra se especializa en exportar fascinación a un mercado cautivo como es el de la industria del arte. Sin embargo, no por denunciar que se trata de un mercado cautivo, oligopolizado, merece la pena desconocer el valor de lo que nos fascina de esas obras. Sobre todo porque lo que nos fascina no es lo inglés. ¡Nos fascinan los Beatles! No es lo mismo. No nos fascinan por ser ingleses. Nos fascinan porque son fascinantes. ¿A quién le convendría que no los escuchemos? A vos y a mí, seguro que no.
No nos conviene, además, porque en Argentina se da un proceso muy interesante en relación con la cultura británica, que es una especie de argentinización contracultural. En el Conurbano se ve mucho: lo británico llega al Conurbano como a cualquier otra parte (en tren), pero se convierte, se deprava, se transforma en una interpretación local. Jamás vi en Inglaterra algo que se le parezca ni remotamente a un rolinga. Jamás. Pero para colmo, la interpretación conurbana que se hace de la banda es además un recorte de la obra. Los Rolling Stones pasaron por miles de etapas musicales, pero la que reivindican los rolingas es una en particular. Es, casi, una falta de respeto. Es gracias a esa falta de respeto que la colonización se pierde a mitad de camino, porque en el medio aparece lo propio.
Borges también era un fascinado por la cultura británica. Y sin embargo, también fue un talibán de lo criollo, reivindicando a cada paso la literatura nacional de su siglo predecesor. En esa disyuntiva, Borges reinterpretaba permanentemente al folklore literario británico, lo criollizaba, se dejaba fascinar sin dejar de ser. Exactamente igual que quien viste en su barrio una chalina y una remera con la boca roja que saca la lengua. Borges y rollingas del tercer cordón, un solo corazón.
En el vetusto imaginario que contrapone a la supuesta civilización con la estigmatizada barbarie, está claro cuál de las opciones ocupan a cada lado Manchester y Valentín Alsina. Lo propio ocurre con la vergüenza. El Conurbano es, para quienes comparten esa forma obtusa de ver la vida, el resumen de todo aquello sobre lo que se supone que deberíamos avergonzarnos quienes nacimos en ahí. A través de la ventanilla, en cambio, se ve el exterior, que concentra la aspiración, el contrapunto, la comparación que consagra a la vergüenza. Y sin embargo, pareciera que basta detenerse un rato en el andén para encontrar durmientes que conectan ambos puntos. Pareciera que, tanto como lo hegemónico y lo recóndito, la fascinación con lo ajeno convive con el orgullo por lo propio, como respuesta rebelde al destino de esa vergüenza somnífera. El Conurbano es eso: poner algo donde se supone que debería haber otra cosa, o no debería haber nada. Es poner la Pelopincho en medio de una vereda, o un tanque de agua con forma de pava. Es poner una Universidad en un barrio popular, o una Escuela de Bellas Artes. Es poner el orgullo donde solo debería caber la vergüenza.
En esa tensión entre la vergüenza y el orgullo, el exterior y lo propio, la civilización y la barbarie, nos encontramos con que algunas de las cosas que nos fascinan nacieron en Inglaterra. Nos fascinan los Beatles, el fútbol y las fábricas. Nos fascinan Blur y Oasis. Nos fascina Manchester, y también Valentín Alsina. Nos fascinan las historias en común, y sobre todo acortar distancias.
Por eso nos fascinan los trenes.
Ojalá me estés leyendo en uno.

