"El día feliz de Charlie Feiling"

La reedición de El Cuaderno Azul puso a circular nuevamente un libro pequeño y hermoso: "El día feliz de Charlie Feiling". Ahí, con un asado en el corazón profundo de la provincia, Daniel Guebel y Sergio Bizzio despiden al legendario escritor.

Por Martín E. Graziano | Imágenes: Archivo

Una masacre, una Chevy violeta y una epifanía. Para la mayor parte de la población argentina, Ramallo está asociada a los episodios que tuvieron lugar el 17 de septiembre de 1999 en la sucursal local del Banco Nación. Es un recuerdo turbio, agravado por la voz monofónica de las malas noticias en la radio o la tele. Los ladrones se metieron a robar el tesoro, le colgaron un pan de trotyl al gerente y empujaron a los tres rehenes adentro del Volkswagen Polo. La policía disparó 170 veces. Para los bonaerenses, sin embargo, la mera mención de Ramallo puede gatillar una sonrisa: son los escarceos con la gloria del flaco Juan María Traverso. Las voces de Carburando tomándole los tiempos (3, 2, 1… top para Traverso). Las puteadas. El motor en llamas cruzando la bandera a cuadros. Ahora, para la comunidad literaria, Ramallo también es un suspiro. Es la ciudad donde Charlie Feiling, casi treinta años atrás, tuvo su día feliz.

La sinopsis es simple. Tres amigos van a pasar un domingo a la ciudad natal de uno de los tres. Visitan a sus padres, comen un asado, conversan, se tiran al río, van a una fiesta, etc. Los tres son escritores. Uno está por morir. Los otros dos, muchos años después, escribirán los sucesos de aquel día. Con las desmemorias como parte del trato. “El acuerdo era que se escribía ‘hacia adelante’, sin tocar cada uno lo que escribía el otro (¡faltaba más!)”, dicen, en el epílogo de esta nueva edición. “Las correcciones, en todo caso, eran parte del sistema de escritura”.

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A priori, uno está tentado a decir que no es un libro escrito a cuatro manos sino a seis. Pero no. Aunque la voz de Charlie se evoque en cada diálogo y hasta se incluya uno de sus poemas (Que una vez en Galuppi) como epígrafe, este es un libro de Bizzio y Guebel. Ahí están. Qué duda cabe. Son los tipos de la revista Babel, esos que tenían el poster de Raymond Roussel y en la despedida de su amigo son capaces de someter un pedo a un escudriñamiento hermenéutico de dos o tres páginas. Uno lee sus novelas (El escritor comido, pongamos; El caso Voynich, pongamos) y sabe exactamente quién escribió qué cosa, pero se juntan y no es posible discernir ninguna frontera. Son Rambito y Rambón: nadie sabe cuál es cuál. 

El desembarco en Ramallo es todo menos heroico. El Volvo verde atraviesa la avenida y, en la hora supina del mediodía estival, no anda ni el arquetípico gato. “En esa época (una época que dura hasta hoy, sin cambios físicos visibles) Ramallo era un pequeño pueblo de provincia idéntico a centenares de pueblos físicos de provincia, excepto por el hecho de que la plaza no era ‘central’”, dicen. “Las instituciones (Iglesia, Municipalidad, Policía, Club, Cine y Boutique) no estaban a su alrededor sino bastante alejadas de ella, y muy desperdigonadas una de la otra, como si el entretenimiento y el poder –en un gesto urbanístico de notable sinceridad- hubieran optado  por sacrificar el verde (‘lo’ verde) con tal de no verse las caras cada mañana”.

Se escribieron mil millones de libros sobre el vínculo entre padres e hijos. Bueno, una de las cosas más lindas de El día feliz de Charlie Feiling es que se detiene sobre el vínculo de uno mismo con los padres de sus amigos. La madre de Bizzio interroga a Guebel sobre sus desventuras amorosas. Ay Dani, lo reta. El padre de Bizzio le ofrece whisky a Charlie, que prefiere abrir primero una botella de vino tinto. Dejemos el alcohol para después, dice. Todos se ríen. Ahí, en esas tensiones, no sólo se pone en juego el tráfico de una generación hacia la otra sino también el tráfico entre la gran capital y cada uno de las ciudades pequeñas o medianas del Deep Bonaerense. Los padres que mandan a sus hijos a estudiar para que se transformen en algo que acaso ni siquiera estén preparados para aceptar pero no sólo aceptan sino que abrazan. 

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Ramallo los pone en guardia. Cuando van a darse un chapuzón en el Paraná, hay una mina que los vuelve locos y no muestra el menor interés en nuestros escritores sino en un semidios rubio con cadenitas de oro. ¿Quién es este boludo? El tipo del pueblo que la pegó con un negocio de abonos y ahora, en ese horizonte de altoparlantes con propagandas de pastelitos y cumbia al taco, echa un largo cono de sombra sobre estos tipos inteligentísimos que se burlan de Osvaldo Soriano. Ramallo, a pesar de todo, los va a redimir. De la manera más literaria, vulgar y delirante que se te ocurra, pero los va a redimir. 

Y Charlie, que nunca condesciende a la confidencia, va a decir algo. Antes de subirse al colectivo de regreso, antes de mirar la pampa húmeda a través de la ventanilla, antes de los últimos días y las últimas noches en el hospital, va a decir algo. Va a apoyarse contra la pared, alzar su vaso de whisky (“el brillo del oro espeso y aceitoso de la malta contra la palidez lunar de esas costas de hielo ríspido”) y, en la tardecita con reposeras y humo de choripán, va a decir algo. Con la muerte, no hay spoiler posible.