La misteriosa Negra Poli
Por Martín E. Graziano | Imágenes: Archivo
Que fue la manager de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota.
Que su verdadero nombre es Carmen Castro, pero nadie la llama así. Acaso los presidentes de mesa, cuando ya tiene el sobre en la mano y está por pasar al cuarto oscuro. ¿A quién habrá votado en las últimas elecciones?
Que nació el 15 de noviembre en La Plata. El año no queda claro, pero después de cruzar algunos datos calculo que podría ser 1943. De acuerdo a Fuimos Reyes, el libro de Perantuono y Del Mazo, su padre se llamaba Segundo Héctor Castro y era sastre. También un gran lector de física y de textos masones. Coca, su madre, tenía un trabajo en alguno de los hospitales de la ciudad. ¿El San Martín? ¿El Rossi? ¿El Hospital de Niños?
Que cronológica y espiritualmente pertenece a esa generación de transición entre el jazz y los beatniks hacia el rock & roll. Como Moris. Como Miguel Grinberg. Poli escuchaba los programas de Radio Provincia o la emisora uruguaya del SODRE que pasaban a Lalo Schifrin y los cracks del bebop hasta que asistió al acto inaugural del rock argentino: la proyección de Semilla de Maldad en cada cine del territorio. El mundo hizo plop.
Que, en algún punto de los sesenta, estuvo en un internado cordobés para menores. Durante una de sus escapadas, tuvo una relación ocasional con Alfredo Santos Quartero. Nueve meses más tarde, nació su hijo Claudio y volvió a La Plata. “Eran tiempos en que los hijos querían hacer su propia experiencia”, dijo. “Mis padres lo entendieron y me dijeron: ‘esta casa es nuestro imperio; si querés hacer tu historia, hacela; pero de la puerta para afuera’. Y me lancé al mundo”.
Que tenía toda la onda. Andaba en moto, usaba botas y camperas negras. Provocaba, en idénticas cantidades, miedo y fascinación. “Los Beatles me parecían un poco blandos”, dice. “Me costaban por terca y porque yo era fanática del jazz. Recién cuando escuché a los Rolling Stones dije ‘esto sí’”.
Que vivía en una pensión bautizada informalmente como La Troskera, ubicada sobre calle 10 entre 37 y 38. Algunas habitaciones tenían un sistema secreto de conexión a través del fondo de los placares. El dispositivo permitía el escape ante los allanamientos.
Que fue la protagonista de una crónica policial en las páginas del diario El Día. “Estaba con una amiga, era tarde y un auto con dos tipos se ofreció a llevarnos”, contó. “A las pocas cuadras vi que encaraban para el lado del bosque. Empezaron a ponerse pesados, densos. Les pedimos que pararan, y ellos seguían agrediéndonos de palabra. En un momento mi amiga abrió la puerta y se tiró con el coche en movimiento. Los tipos se pusieron muy nerviosos y a las pocas cuadras pararon. Yo me bajé, y salí corriendo hacia donde había caído mi amiga. Estaba muerta”.
Que vendía artesanías en la calle, estudiaba en la escuela del Teatro de la Provincia y formaba parte de la compañía que montó una obra llamada Cristóbal Colón. Por entonces, asistió al Primer Concierto Experimental Beat en el Teatro Ópera de La Plata. Fue el 5 de noviembre de 1969. En la grilla de espectáculos, se anunciaban Diplodocum Red & Brown y La Cofradía de la Flor Solar. Esa noche pasaron muchas cosas. Esa noche, Poli conoció a Skay.
Que encabezó la expedición comunitaria que, después de un derrotero por la costa atlántica, finalmente recaló en un campo cercano al pueblo bonaerense de Cura Malal. Allí construyeron un rudimentario rancho para dormir y recibieron como obsequio una vaca. Nunca pudieron ordeñarla. Cazaban vizcachas con arco y flecha. No tomaban alcohol ni consumían drogas. Tocaban la guitarra en la alta noche de la pampa e intentaban acercarse al éxtasis de la vida diaria. Si faltaba uno, el resto no podía dormir. Así pasaron tres años. Al regreso de la expedición, los médicos convocados por Aaron Beilinson hicieron un solo diagnóstico para todo el grupo: neurosis mística.
Que, después de varias experiencias comunitarias, consiguió el Teatro Lozano para hacer una gran fiesta y reunir a la tribu que amenazaba con la diáspora. Para la ocasión, se armó una suerte de banda. Todavía no tenía nombre. “Mi rol fue siempre el de reunir y nutrir”, dijo. “Siempre intenté que el hombre no esté solo: sufre mucho”.
Que después de un almuerzo en la casa de Pipo Lernoud, encontró su casa allanada por una brigada parapolicial. Los pasaportes sobre la mesa. Junto a Skay, decidieron instalarse en Salta para trabajar en un campo de zapallos y porotos que era propiedad de la familia Beilinson. Allí, con libretas y lápices, refinó su sentido metafísico de la administración. De capitales, de energías. Etc.
Que durante el festival de Pan Caliente en la cancha de Excursionistas, defendió a Jorge Pistocchi frente a las fuerzas de la ley. “No tiene nada que ver”, le dijo a los canas. Después subió al escenario y, por única vez en su historia, cubrió la desnudez del ballet ricotero.
Que Esther Soto, el alma mater de M.I.A., le pasó mucha data sobre autogestión. Sobre ficheros. Sobre teatros y boliches. Sobre la manera de hacer tus propios discos. Etc. La voz de Soto siempre fue áspera. Me pregunto cómo sonaría, en esas charlas, la voz de Poli. Ese encuentro entre dos mujeres es la gran cumbre secreta del rock argentino.
Que tenía en su poder la letra de Mejor no hablar de ciertas cosas cuando Luca pasó por su casa y se la llevó sin pedir permiso alguno. “No me molestó porque hicieron una versión mejor que lo que Skay y yo estábamos haciendo”, concedió el Indio.
Que Enrique Symns estaba secretamente enamorado de ella. Al menos hasta que publicó El señor de los venenos y blanqueó su crush frente a todos sus lectores. La escena del primer encuentro es cinematográfica, si es que acaso podemos imaginar biopics en todos esos antros gélidos de los tempranísimos ochenta. Envuelto en una ola de aplausos, Symns baja del escenario del Centro Cultural Congreso y entre todos esos borrachines o meros desesperados descubre una mujer que lo arroba con “gestos hipnóticos” y una “mirada altiva y desafiante”. Esa noche, Symns es cordialmente invitado a formar parte de Patricio Rey. Por supuesto, acepta. La ceremonia de iniciación ya había sucedido.
Que distribuyó la primera edición de Gulp! arriba de un taxi. De la disquería de Alfredo Rosso hasta Zival’s, pasando por El Agujerito y alguna otra.
Que, durante los primeros años en Buenos Aires, los Redondos ensayaban en su casa de Soler y Gallo. Ahí, durante un reportaje para La Razón, le sirvió tanta ginebra a un joven periodista que le proporcionó la primera borrachera significativa de su vida. Se llamaba Marcelo Figueras.
Que, por su actitud como mánager, fue bautizada “La 9 mm.”
Que bebe o bebía fernet Branca. Más bien puro. Acaso ligeramente asustado. “En la caída del viaje de la noche, a las ocho de la mañana, después de haberse tomado ocho fernets con soda, ella era capaz de enfrentarse, con una botella en la mano y acuchillando el aire con sus gritos, a todos los comedores de medialunas de un bar para defender a una vagabunda ebria del intento de los mozos de llamar a la policía para expulsarla”, dice Symns. “La Negra era uno de los mejores animales de la fauna milagrosa que habitábamos. Sus ojos olían a peligro, y yo me pasaba noches enteras mirándolos, porque en ellos se espejaba el hombre que me hubiera gustado ser”.
Que sostiene los cartelitos de “En Contra” y “A Favor” en las célebres fotos de Hilda Lizarazu para la revista Humor.
Que siempre sostuvo, en el aire cromado de la Buenos Aires democrática, el misterio inasible de la banda. “Hay que hacer las cosas bien por Patricio Rey”, le dijo a Willy Crook. “Pero, ¿va a venir alguna vez?”, preguntó el saxofonista. “No”, respondió Poli.
Que se levanta tarde.
Que, apostada en las puertas de los camarines, regulaba la disposición de las banderas y el potencial erótico de los integrantes. “¡Largá uno, Negra!”, le gritaban las groupies.
Que, aunque el rol del mánager sea eminentemente práctico, cada disco de Patricio Rey la acredita en un papel de orden espiritual: Alma Mater, Hechicera, Arte de Magia, Soldadora de Corazones, En Todas Partes, La Celestial, Ingeniera Psíquica. Y así.
Que se hizo pasar por una empleada doméstica cuando Juan Alberto Badía la llamó por teléfono para invitar a los Redondos a su programa. A veces, con el mismo fin disuasivo, interpretaba otro personaje. En este caso, de origen alemán.
Que se contactó con la familia Walter Bulacio para manifestar la solidaridad de Patricio Rey y preguntar qué se podía hacer “en la medida de las posibilidades de la banda”. Unos días después, asistió a la primera marcha en un estricto perfil bajo.
Que el sábado 17 de diciembre de 1994, antes del segundo show en Huracán, observó a los miles y miles de chicos que, expulsados del paraíso neoliberal de los noventa, desataban una batalla campal de proporciones dantescas y arrancaban la alfombra que cubría la cancha para hacer una ominosa pira ritual. Tomó un disco con obras de Piotr Ilich Tchaikovski y le aconsejó al Toro Martínez, legendario sonidista de la banda, que hiciera sonar el Vals de las flores a través del sistema de sonido. “Fue una cosa increíble”, dijo el Toro. “Había miles de pibes que parecía que iban a romper todo y, de repente, se serenaron. Música que amansó a las fieras. La Negra Poli es la mejor mánager de Argentina, a años luz de cualquier otro”.
Que la madrugada del miércoles 31 de octubre de 2001, después de una entrevista de siete horas con Humphrey Inzillo, Martín Correa y Pablo Marchetti para la revista La García, terminó discutiendo a solas con el Indio Solari. Poco a poco, mientras la banda más popular del rock argentino comenzaba a desmoronarse como las Torres Gemelas, el chofer del Indio se quedaba dormido en la puerta. A bordo del auto.
Que el viernes 2 de noviembre, llamó por teléfono a Inzillo para comunicarle la suspensión del concierto en el estadio de Unión de Santa Fe. “Patricio Rey cree que no es el momento”, dijo. “Que no hay ánimo para fiestas”. Según es fama, todavía tiene guardadas las entradas de tela para aquel concierto. Su objetivo es, algún día, usarlas para la confección de una campera.
Que su campo gravitacional está lleno de datos sueltos, fantasías y especulaciones. Se dice que oficia rituales de brujería. Que, en cada cuarto de hotel, se dedica principalmente a tomar mate. Que mató a un hombre. Que estuvo en el palco de Ezeiza, en medio del fuego cruzado. Que su historia es un hondísimo lago antediluviano donde, más allá del fondo, en ese lugar sin nombre en el que moran todos esos peces sin ojos que se alimentan del lecho abisal, aguarda uno de los grandes secretos de la historia argentina.
Que muchos años atrás, en medio del monte, aprendió a cazar la víbora de coral con sus propias manos. Hay que tomarla de la cabeza y de la cola, dice, pero al mismo tiempo.
Que no sabemos nada.

