NormA

Se cumplen veinte años del disco debut de una banda central de la escena pospunk platense. “Rock 2 Tonos” es un álbum implacable. En primera persona, Martín Graziano evoca qué significó esa especie de bomba neutrónica que cayó sobre La Plata en el verano 2005-2006.

Nuestra odisea de 2001 no fue al espacio exterior. Fue al espacio público. Durante la Larga Noche de la Alianza, el Jockey Club amaneció tomado por los estudiantes y comenzamos a tener clases en las calles. Había días y días. Una de las últimas mañanas de aquel invierno, el sol arrojó su lengua tibia sobre los pupitres amontonados en la calle 48. Marquitos Quiroga, como era su costumbre, caminaba entre las pintadas y los afiches con el discman clavado en los oídos. Se sentó al lado mío, se sacó los auriculares y me contó las últimas noticias.

-Parece que se estrelló una avioneta contra las Torres Gemelas de New York.

La clase, según recuerdo, duró un suspiro. Había una inminencia eléctrica en el aire. Todos esperábamos algo, aunque nadie sabía exactamente qué. Me despedí de mis compañeros, arranqué a caminar por calle 6 y entré en una librería de viejo. Mientras revolvía las pilas de usados, la radio pasaba en limpio la información: era un atentado y ya eran dos aviones. Encontré una edición de Conrad a dos mangos, la pagué y me fui a casa lo más contento. Tiré la mochila en la cama, prendí la tele y, mientras me preparaba el almuerzo con el libro en la mano, vi la caída de las Torres Gemelas en tiempo real. La vida siguió adelante pero, como decía el título de la novela, habíamos cruzado la línea de sombra. 

La crisis tenía sus cosas buenas. La pobreza se democratizó tan rápido que, de la noche a la mañana, estábamos todos en la lona: igualados y mancomunados por la miseria. Hicimos, por ejemplo, una revista en riguroso blanco y negro. No conseguíamos ni un mísero aviso publicitario, de manera que organizamos algunas fiestas para pagar la impresión. La primera que armamos no tenía escenario. No tenía cachet. No tenía discos a la venta. En los altos de Basquiat solo había gente cagada de frío y atontada por la Budweisser, desparramada a la marchanta con la revistita entre las manos. Tocaba una banda nuevísima (creo que era su segundo show), pero no puedo evocar la música que sonó esa noche. Solo recuerdo un episodio. Promediando el concierto, la energía subió rauda como la espuma de la cerveza y el guitarrista y cantante le pegó una patada a una silla que voló un par de metros. Sería una línea sin importancia en la historia del rock & roll si no fuera por lo que sucedió cuando terminó el tema. Sin ningún resto de pudor, Chivas Argüello reparó su exabrupto. Caminó hasta la silla, la levantó, la puso nuevamente en su lugar. Y NormA siguió tocando.  

Algunos años más tarde, después de comer una parrillada en el Club Everton, escuché el primer disco de NormA arriba de un auto. Quedamos del orto. El primer tema era tan bueno que nunca llegamos al segundo. Para la segunda o tercera vuelta ya veníamos cantando a los gritos ese estribillo que, en dos versos brevísimos, concentraba El Capital completo: “Para uno estar bien / otros sufrirán”.

Cuando bajó un poco la euforia, comencé a descifrar aquel gesto de Basquiat: en el decálogo de NormA, el control ranqueaba muy alto. Para potenciar la energía no había que romper el dique, sino comprimirlo. Apretar la punta de la manguera para que el agua saliera más fuerte. En el caso de una banda de rock, eso significaba capturar la energía en canciones de dos minutos, con guitarra eléctrica sin distorsión y títulos de una sola palabra. Colores primarios, letras epigramáticas y una voz aplastada por capas y capas de emoción desatendida. NormA es para humanos, aclaraban. Chocolate por la noticia.

  En el reinado de los grandes festivales argentinos, Rock 2 Tonos emitía dos preguntas en código morse. La segunda decía: ¿cómo algo tan simple pudo hacerse difícil? La respuesta no la tenía ninguno de esos tipos que, en estos temas, se dormían en tumbas de flores con agua (“Diamante”). No la tenían los nenitos que cosían el logo de una remera Lacoste (“Niños”) y vaya si no la tenían las bandas que buscaban el dedo uncidor de la contracultura ya no para besar el anillo sino para quebrar la falange (“Warhol”). Todos esos personajes, que se daban la cabeza contra la pared en aquellas catorce canciones, eran la respuesta: más simple es más difícil.

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Tocar esa música era un deporte de riesgo. Como cargar nafta de avión en una Siambretta. No por casualidad NormA se ganó cierta fama como banda difícil. Esquiva, en permanente conflicto. Para llegar a su virtud, necesitaba convertirse en una olla a presión. Era, a su modo, una inmolación. No había hedonismo: eran máquinas que generaban euforia en el resto. Replicantes que, un buen día, se descubrieron traficando sentimientos. Como entendí más tarde, aquella era una cualidad platense. Esta ciudad hidropónica, que crece con las raíces en el aire, es un plan racionalista que se fue al carajo: el momento inolvidable donde la Hal 9000, a punto de ser desconectada, descubre que tiene miedo. Un temblor metafísico que solo puede calmar con alicientes y una música matemática. Digamosló así. Si Dardo Rocha hubiera escuchado a Wire y se sintiera frustrado por su trabajo burocrático en las Torres, habría fundado NormA. Pero la fundaron estos tipos: Chivas Arguello, Nono Zurueta (luego reemplazado por el gran Richard Baldoni) y Pablo Coscarelli.  

Un par de años después se convirtieron en cuarteto. Esa concesión estandarizaba su sonido, le quitaba su encanto. Su segundo disco, en ese sentido, era una suerte de paso en falso. Podía ser útil para aceptarlo en la rotación de alguna radio mainstream (cosa que nunca sucedió), pero era redundante. Poco a poco, sin embargo, la banda empezó a admitir el ingrediente. Modificaron su cadena de ADN y, si bien siguieron siendo NormA, la guitarra de Gualberto Da Orta se convirtió en un hilo de acero para articular algunas puntas nuevas en el látigo. Para cuando editaron el simple con “Freezer”, podría decirse –perdón por el academicismo- que me la mandaron a guardar.

Por entonces, a diferencia del Burrito Ortega, NormA nunca hacía una de más. Sacaron otro par de discos y anunciaron su disolución. El último concierto de aquella primera etapa fue una fecha compartida con Míster América en el Teatro Coliseo Podestá. Llovía mucho, pero asistió la flor y nata del rock platense. Todos esos muchachos que uno solía cruzar babeando en la madrugada de Pura Vida o cualquiera de esos antros estaban sentaditos en su butaca de teatro. Lo más caretas. Los Míster América se revolcaron en el piso y por un brevísimo instante arrojaron a la basura su reputación de elegancia imperturbable. Lo bien que hicieron. 

NormA nunca perdió la compostura. Tocaron sólo las canciones del disco nuevo, en el orden en el que habían sido editadas y, hasta bien entrado el concierto, prácticamente no dijeron palabra alguna. Recién antes de tocar el último tema, Chivas desdobló una lista de agradecimientos que cabía –como quería Kawabata- en la palma de su mano. Luego, parafraseando a Cerati, saludó a la platea.

-Gracias… normales.

Hubo algunas risas, pero el concierto no era precisamente una fiesta. Esa banda que estábamos despidiendo era, de algún modo, el negativo perfecto del ideal apolíneo. La proporción áurea aplicada al empleado público. Las áreas de prensa de los ministerios, las gacetillas, las camisas limpias, las horas en coma. Como dice el poema de Pipo Lernoud: diarios vacíos, caras muertas… ¿es esto lo que somos? Sí, esa era la primera pregunta de NormA: ¿es esto lo que somos? 

Yo tenía una banda que se llamaba Coco Cafiolo. Una vez estábamos haciendo un tema y, accidentalmente, descubrimos un puente que abría hacia un lugar inesperado. Copado con la revelación, sugerí meterlo en la siguiente vuelta. Pero el Chiro, que era un rollinga irredento, me dio una lección de estética.

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-No, una sola vez –dijo-. Así quedás manija.

La creación de una expectativa y la postergación de su solución. La inminencia de una revelación que no se produce. Como tenía claro Yupanqui, las palabras sabias pueden aparecer en la boca de cualquiera: un peón de campo, un rollinga irredento, una tía amorosa. NormA, además de ese nombre de tía, era la sujeción a ese límite. No explotar, esa era la normativa. Para un alma encendida, aceptar un límite de esa clase es una herramienta para buscar la libertad adentro de la cáscara de nuez. Adentro de la célebre magdalena. 

“Enamorado”, la canción que partía al medio el disco debut, sigue siendo mi favorita. No solo por el estribillo que grita por Magdalena, sino porque parece hablar mal de sí misma. Esta canción no es especial, dice Chivas, y no es para vos. Los chicos del barrio se ríen porque saben que miente. Todos lo saben. Es tan obvio. Tú eres mi recuerdo fósil, dice Chivas. Como un verano de plata, como una tosca de barro en Tolosa. Las frutas del verano. Llegado ese punto, el tipo se sincera consigo mismo pero ya no sabemos si habla de una mujer o de la ciudad o de la vida entera con sus días y sus noches. ¿Sabés qué?, se pregunta. Gente camina por la calle y es igual a otra gente, pero vos sos siempre diferente. Siempre, siempre diferente, siempre. 

La estoy escuchando ahora y lo veo todo. Las luces de Pura Vida titilando como si fueran manos amigas. Las siluetas robóticas. Los galpones ferroviarios, el adoquinado, la sombra rosada al pie de cada jacarandá. El jopo de Caio Armut sacudiéndose frente al escenario. Ah, vida platense. Dulce y cruel.  

No somos especiales, somos mejores que eso. Estamos enamorados.